No intentaremos abordar aquí un estudio completo del tema de la reencarnación, ya que se precisaría un volumen entero para examinarlo en todos sus aspectos. Ya hemos indicado algunas de las divergencias que existen, a propósito de la reencarnación, sea entre los espiritistas, sea entre éstos y las demás escuelas; en esto como en todo lo demás, las enseñanzas de los «espíritus» son regularmente fluctuantes y contradictorias, y las pretendidas constataciones de los «clarividentes» no lo son menos. Así, hemos visto que, para unos, un ser humano se reencarna constantemente en el mismo sexo; para otros, se reencarna indiferentemente en uno u otro, sin que a este respecto pueda fijarse ninguna ley; incluso existe para algunos una alternancia más o menos regular entre encarnaciones masculinas y femeninas.
Del mismo modo, unos dicen que el hombre se reencarna siempre sobre la tierra; otros pretenden que también puede reencarnarse en algún planeta del sistema solar, o incluso en un astro cualquiera; algunos admiten que existen generalmente numerosas encarnaciones terrestres consecutivas antes de pasar a otra morada, y ésta es la opinión del propio Allan Kardec; para los teosofistas, no hay sino encarnaciones terrestres durante todo el período de un ciclo extremadamente amplio, tras lo cual toda una raza humana comienza una nueva serie de encarnaciones en otra esfera, y así sucesivamente.
Otro punto no menos discutido es la duración del intervalo que debe transcurrir entre dos encarnaciones consecutivas: unos piensan que es posible una reencarnación inmediata, o al menos tras un corto espacio de tiempo, mientras que, para otros, las vidas terrestres deben quedar separadas por grandes intervalos; en otro lugar hemos indicado que los teosofistas, tras haber supuesto en un principio que estos intervalos eran de mil doscientos o mil quinientos años como mínimo, han llegado a reducirlos considerablemente, estableciendo a este respecto distinciones según los «grados de evolución» de los individuos(4).
Entre los ocultistas franceses se ha producido igualmente una variación bastante curiosa: en sus primeras obras, Papus, atacando a los teosofistas, de quienes acababa de separarse, repite con ellos que «según la ciencia esotérica, un alma no puede reencarnarse sino después de unos mil quinientos años, salvo en algunas excepciones muy determinadas (muerte infantil, muerte violenta, adeptado)» (5), e incluso llega a afirmar, siguiendo fielmente a Blavatsky y a Sinnett, que «estas cifras están sacadas de cálculos astronómicos del esoterismo hindú«(6), cuando lo cierto es que ninguna doctrina tradicional auténtica ha hablado jamás de la reencarnación, que no es más que una invención moderna y occidental.
Más tarde, Papus rechazó totalmente la pretendida ley establecida por los teosofistas y declaró que no se puede establecer ninguna, diciendo (y respetamos cuidadosamente su estilo) que «sería tan absurdo fijar un término exacto de mil doscientos o de diez años al tiempo que separa una encarnación de un retorno a la tierra como fijar para la vida humana un período igualmente exacto»(7). Todo esto inspira escasa confianza a quienes examinan las cosas con imparcialidad, y lo cierto es que la reencarnación no ha sido «revelada» por los espíritus por la sencilla razón de que éstos jamás han hablado realmente a través de mesas o de médiums; las pocas observaciones que acabamos de apuntar bastarían ya para demostrar que no puede tratarse de un verdadero conocimiento esotérico enseñado por iniciados que, por definición, sabrían a qué atenerse. Ni siquiera hay necesidad de llegar al fondo de la cuestión para descartar las pretensiones de ocultistas y teosofistas; queda por ver si la reencarnación es el equivalente de una simple concepción filosófica; efectivamente, de eso se trata, y se encuentra incluso al nivel de las peores, puesto que es absurda en el sentido propio de la palabra. Hay también muchas ideas absurdas en los filósofos, pero al menos no son presentadas generalmente más que como hipótesis; los «neoespiritualistas» se engañan totalmente (admitimos aquí su buena fe, que en cuanto a la masa es indudable, pero que no siempre lo es en cuanto a los dirigentes), y la misma seguridad con que formulan sus afirmaciones es una de las y que las hacen más peligrosas que las de los filósofos.
Acabamos de emplear el término «concepción filosófica»; el de «concepción social» sería quizá más justo en estas circunstancias, si se considera cuál fue el origen real de la idea de la reencarnación. En efecto, para los socialistas franceses de la primera mitad del siglo XIX, que la inculcaron en Allan Kardec, esta idea estaba esencialmente destinada a ofrecer una explicación de la desigualdad de las condiciones sociales, que a sus ojos revestía un carácter particularmente chocante. Los espiritistas han conservado este mismo motivo como uno de los que más gustosamente invocan para justificar su creencia en la reencarnación, e incluso han pretendido extender esta explicación a todas las desigualdades, tanto físicas como intelectuales; he aquí lo que dice Allan Kardec: «O las almas en su nacimiento son iguales, o no lo son; ello no ofrece dudas. Si son iguales, ¿por qué esas aptitudes tan diversas?... Si son desiguales, es porque Dios las ha creado así, pero entonces, ¿por qué esa superioridad innata acordada a algunos? ¿Es esta parcialidad adecuada a su justicia y al idéntico amor que profesa hacia todas sus criaturas? Admitamos, por el contrario, una sucesión de existencias anteriores progresivas, y todo queda explicado. Los hombres traen al nacer la intuición de lo que han adquirido; están más o menos avanzados según el número de existencias que han recorrido, según estén más o menos alejados del punto de partida, del mismo modo que como en una reunión de individuos de todas las edades cada uno tendrá un desarrollo proporcionado al número de años que haya vivido; las existencias sucesivas serian, para la vida del alma, lo que los años son para la vida del cuerpo... Dios, en su justicia, no ha podido crear almas más o menos perfectas; pero, con la pluralidad de las existencias, la desigualdad que observamos ya no es contraria a la equidad más rigurosa"(8). Léon Denis afirma de modo semejante: «La pluralidad de las existencias es lo único que puede explicar la diversidad de caracteres, la variedad de aptitudes, la desproporción de las cualidades morales, en una palabra, todas las desigualdades que saltan a la vista. Fuera de esta ley, en vano nos preguntaríamos por qué ciertos hombres poseen talento, nobles sentimientos, aspiraciones elevadas, mientras que tantos otros no comparten sino necedad, pasiones viles e instintos groseros. ¿Qué pensar de un Dios que, otorgándonos una sola vida corporal, nos hubiera hecho tan desiguales y, desde el salvaje al civilizado, hubiera reservado a los hombres dones tan distintos y un nivel moral tan diferente?
Sin la ley de las reencarnaciones, la iniquidad gobierna el mundo... Todas estas obscuridades se disipan ante la doctrina de las existencias múltiples. Los seres que se distinguen por su potencia intelectual o sus virtudes han vivido más, han trabajado más, han adquirido una experiencia y unas aptitudes mayores» (9). Razones similares son mantenidas incluso por escuelas cuyas teorías son menos «primarias» que las del espiritismo, pues la concepción reencarnacionista jamás ha podido perder enteramente el estigma de su origen; los teosofistas, por ejemplo, también esgrimen, al menos secundariamente, la desigualdad de las condiciones sociales. Por su parte, Papus hace exactamente lo mismo: «Los hombres recomienzan un nuevo trayecto en el mundo material, ricos o pobres, socialmente dichosos o desgraciados, según los resultados adquiridos en los tránsitos anteriores, en las encarnaciones precedentes» (10). En otra parte se expresa aún más claramente a este respecto: «Sin la idea de la reencarnación, la vida social es una iniquidad. ¿Por qué existen seres ignorantes que son atiborrados de plata y colmados de honores, mientras que hay seres de valor que se debaten en la miseria y en la lucha cotidiana por los alimentos físicos, morales y espirituales?... Se puede decir, en general, que la actual vida social está determinada por el estado anterior del espíritu y determina, a su vez, el estado social futuro» (11).
Una explicación así es perfectamente ilusoria, y he aquí por qué: en primer lugar, si el punto de partida no es el mismo para todos, si hay hombres que están más o menos alejados de dicho punto al no haber recorrido el mismo número de existencias (según dice Allan Kardec), hay aquí una desigualdad de la cual ellos no podrían ser responsables, y, por consiguiente, los reencamacionistas deben considerarla una «injusticia» incapaz de ser explicada por su teoría. A continuación, incluso admitiendo que no existan diferencias entre los hombres, ha sido preciso que hubiera, en su evolución (y hablamos según la manera de ver de los espiritistas), un momento en el que las desigualdades han comenzado, y es además necesario que éstas tengan una causa; si se dice que esta causa consiste en los actos que los hombres habían realizado anteriormente, deberá explicarse cómo han podido esos hombres comportarse de forma diferente antes de que las desigualdades se hayan producido entre ellos. Esto es inexplicable, simplemente porque hay aquí una contradicción: si los hombres hubieran sido perfectamente iguales, se asemejarían en todos los aspectos, y, admitiendo que esto fuera posible, jamás habrían podido dejar de serlo, a menos que se niegue la validez del principio de razón suficiente (y, en tal caso, no cabría buscar ni ley ni explicación alguna); si han podido hacerse distintos, es evidentemente porque la posibilidad de desigualdad estaba en ellos, y esta posibilidad previa bastaría para constituirlos desiguales desde el origen, al menos potencialmente. De este modo, se ha alejado la dificultad creyendo resolverla, y, finalmente, subsiste por completo; pero, a decir verdad, no existe dificultad, y el mismo problema no es menos ilusorio que su pretendida solución. Puede decirse de esta cuestión lo mismo que de muchas cuestiones filosóficas, que no existe sino porque está mal planteada; y, si se plantea mal, es sobre todo, en el fondo, porque se hacen intervenir consideraciones morales y sentimentales allí donde no tienen cabida: esta actitud es tan necia como sería la de un hombre que se preguntara, por ejemplo, por qué determinada especie animal no es igual a otra, lo cual está manifiestamente desprovisto de sentido. Que existan en la naturaleza diferencias que se nos aparecen como desigualdades, mientras hay otras que no presentan este aspecto, depende de un punto de vista puramente humano; y, si se deja de lado este punto de vista eminentemente relativo, ya no puede hablarse de justicia o de injusticia en este orden de cosas. En suma, preguntarse por qué un ser no es igual a otro es preguntarse por qué es diferente de otro; pero, si no fuera en modo alguno diferente, sería ese otro en lugar de ser él mismo. Desde el momento en que hay una multiplicidad de seres, es preciso que existan diferencias entre ellos; dos cosas idénticas son inconcebibles, porque, si son verdaderamente idénticas, no son dos cosas, sino una sola; Leibnitz tiene toda la razón en este punto. Cada ser se distingue de los demás, desde el principio, porque posee en sí mismo ciertas posibilidades esencialmente inherentes a su naturaleza, que no son las posibilidades de ningún otro ser; la pregunta a la que los reencarnacionistas pretenden responder se reduce simplemente a la cuestión de por qué un ser es él mismo y no otro. Poco importa si se quiere ver aquí una injusticia, pues, en todo caso, es una necesidad; y, por otra parte, en el fondo, sería más bien lo contrario de una injusticia: en efecto, la idea de justicia, desprovista de su carácter sentimental y específicamente humano, se reduce a la de equilibrio o armonía; ahora bien, para que haya en el Universo una total armonía, es necesario y basta con que cada ser esté en el lugar que debe ocupar, como elemento de ese Universo, en conformidad con su propia naturaleza. Esto significa precisamente que las diferencias y las desigualdades, a las que se tiende a denunciar como injusticias reales o aparentes, concurren efectiva y necesariamente, por el contrario, a esa armonía total; y ésta no puede no ser, pues ello supondría que las cosas no son lo que son, ya que seria absurdo pretender que pueda ocurrirle algo a un ser que no sea una consecuencia de su naturaleza; de modo que los partidarios de la justicia pueden por añadidura sentirse satisfechos, sin verse obligados a ir al encuentro de la verdad.
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Marianela
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Allan Kardec declara que «el dogma de la reencarnación está fundado en la justicia de Dios y en la revelación» (12); acabamos de demostrar que, de ambas razones, la primera no podría ser válidamente invocada; en cuanto a la segunda, ya que él pretende hablar evidentemente de la revelación de los «espíritus», y puesto que anteriormente hemos establecido su inexistencia, no tenemos necesidad de volver sobre ella. No obstante, éstas no son aún sino observaciones preliminares, pues del hecho de que no se vea ninguna razón para admitir algo no se sigue forzosamente que este algo sea falso; al menos, se podría permanecer en una actitud de pura y simple duda al respecto. Debemos decir, por otra parte, que las objeciones formuladas normalmente contra la teoría reencarnacionista apenas son más determinantes que las razones invocadas para apoyarla; ello se debe, en gran medida, a que los adversarios y los partidarios de la reencarnación se sitúan igualmente, a menudo, en un terreno moral y sentimental, y las consideraciones de este orden nada pueden probar. Podemos formular aquí la misma observación que con relación al tema de la comunicación con los muertos: en lugar de preguntarse si es verdadera o falsa, que es lo único que importa, se discute sobre si es o no «consoladora», y así puede discutirse indefinidamente sin avanzar un ápice, puesto que se trata de un criterio puramente «subjetivo», como diría un filósofo. Felizmente, hay mucho más que decir contra la reencarnación, ya que puede establecerse su absoluta imposibilidad; pero, antes de llegar a ello, debemos tratar aún otra cuestión y precisar ciertas distinciones, no sólo porque son en sí más importantes, sino también porque, de lo contrario, algunos podrían extrañarse al vernos afirmar que la reencarnación es una idea exclusivamente moderna. Numerosas confusiones e ideas falsas han prevalecido desde hace un siglo y muchas personas, incluso fuera de los medios «neo-espiritualistas», se encuentran gravemente influidas por ellas; esta deformación ha llegado a tal punto que los orientalistas oficiales, por ejemplo, interpretan corrientemente en un sentido reencarnacionista textos en los que no hay nada de ello, y se han vuelto completamente incapaces de interpretarlos de otro modo, lo que significa que no entienden absolutamente nada.
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El término «reencarnación» debe ser diferenciado de al menos otros dos términos, que tienen un significado totalmente distinto: «metempsicosis» y «transmigración»; se trata de cosas que eran muy bien conocidas por los antiguos, como aún lo son por los orientales, pero que los occidentales modernos, inventores de la reencarnación, ignoran absolutamente (13). Está claro que, cuando se habla de reencarnación, esto significa que el ser que ya ha estado corporificado toma un nuevo cuerpo, es decir, vuelve al estado por el que ya ha pasado; por otra parte, se admite que ello concierne al ser real y completo, y no simplemente a elementos más o menos importantes que han podido entrar en su constitución a un título cualquiera. Fuera de estas dos condiciones, no puede hablarse en absoluto de reencarnación; ahora bien, la primera la distingue esencialmente de la transmigración, tal como es considerada en las doctrinas orientales, y la segunda no la diferencia menos profundamente de la metempsicosis, en el sentido en que era especialmente entendida por los órficos y los pitagóricos. Los espiritistas, al afirmar erróneamente la antigüedad de la teoría reencarnacionista, dicen que no es idéntica a la metempsicosis; según ellos, no sólo se distingue de ésta en que las existencias sucesivas son siempre «progresivas», sino en que atañe exclusivamente a los seres humanos: «Hay -dice Allan Kardec- entre la metempsicosis de los antiguos y la doctrina moderna de la reencarnación, una gran diferencia: los espíritus niegan de forma absoluta la transmigración del hombre en los animales, y viceversa»(14). Los antiguos, en realidad, jamás han considerado tal transmigración, como tampoco la del hombre en otros hombres, como podría definirse la reencarnación; sin duda, existen expresiones más o menos simbólicas que pueden dar lugar a malentendidos, pero solamente cuando no se sabe lo que verdaderamente quieren decir, que es lo siguiente: hay en el hombre elementos psíquicos que se disocian tras la muerte, y que pueden pasar entonces a otros seres vivos, hombres o animales, sin que ello tenga más importancia, en el fondo, que el hecho de que, tras la disolución del cuerpo, los elementos que lo componían puedan servir para formar otros cuerpos; en ambos casos, se trata de elementos mortales del hombre, y no de la parte imperecedera que es su ser real, y que en absoluto es afectada por estas mutaciones póstumas. A propósito de esto, Papus ha cometido un error de otro tipo, al hablar de «confusiones entre la reencarnación o retorno del espíritu a un cuerpo material, tras un período astral, y la metempsicosis o travesía por el cuerpo material de cuerpos de animales y de plantas, antes de volver a un nuevo cuerpo material»(15); sin detenernos en lo extraño de su expresión, que puede deberse a un descuido (los cuerpos de animales y plantas no son menos «materiales» que el cuerpo humano, y no son «atravesados» por éste, sino por los elementos que de él provienen), esto no podría en modo alguno ser denominado «metempsicosis», pues la etimología del término implica que se trata de elementos psíquicos, y no corporales. Papus acierta al pensar que la metempsicosis no concierne al ser real del hombre, pero se engaña completamente con respecto a su naturaleza; y, por otra parte, cuando dice que la reencarnación «ha sido enseñada como un misterio esotérico en todas las iniciaciones de la antigüedad»(16), confunde pura y simplemente ésta con la verdadera transmigración.
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La disociación que sigue a la muerte no afecta solamente a los elementos corporales, sino también a ciertos elementos a los que puede llamarse psíquicos; ya hemos mencionado esto al explicar que tales elementos pueden a veces intervenir en los fenómenos del espiritismo, y dar así la impresión de una acción real de los muertos; de forma análoga, también pueden, en ciertos casos, presentarse como una reencarnación. Lo importante sobre este último punto es que dichos elementos (que durante la vida pueden haber sido propiamente conscientes o sólo «subconscientes») comprenden especialmente todas las imágenes mentales que, resultantes de la experiencia sensible, han formado parte de lo que se denomina memoria e imaginación: estas facultades, o más bien estos conjuntos de facultades, son perecederos, es decir, están sujetos a disolución, puesto que, siendo de orden sensible, dependen literalmente del estado corporal; por otra parte, fuera de la condición temporal, que es una de las que definen el mencionado estado, la memoria no tendría evidentemente ninguna razón para subsistir. Lo dicho se aleja, sin duda, de las teorías de la psicología clásica acerca del «yo» y su unidad; tales teorías presentan el defecto de estar casi tan vacías de fundamento, en su género, como las concepciones de los «neo-espiritualistas». Otra observación no menos importante es que puede existir transmisión de elementos psíquicos de un ser a otro sin que ello suponga la muerte del primero: en efecto, hay tanto una herencia psíquica como una herencia biológica. Esto apenas se discute e incluso es un hecho de observación vulgar; pero probablemente muchos no se percatan de que ello supone, al menos, que los padres suministran un germen psíquico del mismo modo que un germen corporal; y este germen puede implicar potencialmente un conjunto muy complejo de elementos pertenecientes al dominio de la «subconsciencia», además de tendencias o predisposiciones propiamente dichas que, desarrollándose, aparecerán de forma más manifiesta; esos elementos «subconscientes», por el contrario, podrán no hacerse aparentes más que en casos excepcionales. Es precisamente la doble herencia psíquica y corporal lo que expresa esta fórmula china: «Revivirás en tus miles de descendientes», que difícilmente podría ser interpretada en un sentido reencarnacionista, aunque los ocultistas e incluso los orientalistas hayan realizado proezas semejantes. Las doctrinas extremo-orientales consideran incluso preferentemente el aspecto psíquico de la herencia, y ven en ella una verdadera prolongación de la individualidad humana; a ello se debe que, bajo el nombre de «posteridad» (que por otra parte es susceptible además de un sentido superior y puramente espiritual), estas doctrinas asocien el mencionado aspecto a la «longevidad», llamada inmortalidad por los occidentales.
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