Para Estela, Katty, Juan Carlos, Humberto y tantos argentinos desconocidos que, sin quizás saberlo, encontraron con sus gestos cómo eliminar los parásitos de esas raíces.
A veces uno tiene la extraña sensación de ser testigo de la Historia. De percibir que los hechos cotidianos, con sus alegrías y tristezas, están marcando episodios de proyecciones imprevisibles para el devenir futuro. Y observa, con cierta dosis de impotencia, cómo los congéneres de uno viven, sufren, discuten y especulan sobre esos eventos sin ser concientes de sus causas esenciales y sus últimas consecuencias.
Una oportunidad para reflexiones de este tenor la ofrece la actual crisis argentina y su secuela de "cacerolazos", saqueos, muertes absurdas, sueños devastados y esperanzas mutiladas. De ciudadanos hartos de tanto padecer y poderosos voraces e insaciables. De buitres multinacionales acechando la carroña y mesiánicos aguardando impacientes que las cosas –y la gente– comiencen a arder. Y uno se pregunta por qué.
El derrumbe de la situación social en los últimos meses y la crisis que comienza a contagiarse a países hermanos me obliga a detenerme a reflexionar sobre cuáles serán realmente las causas primeras de esta crisis. ¿Es realmente producto de un puñado de gobernantes históricamente corruptos?. ¿Es el pueblo argentino apenas una víctima atrapada en esta situación?. ¿Se ha despertado, cacerola mediante, una nueva conciencia nacional?. ¿Estaremos protagonizando una revolución?. ¿Finalmente habremos dejado de ser oprimidos y somos adalides de una ola restauradora moral?.
Me temo que no.
Escribir estos conceptos, meditados en la soledad de la noche mientras el televisor me devuelve cruelmente los rostros enfurecidos de ahorristas estafados, sé que me granjeará pocas simpatías. Pero aliento la esperanza de que algunos compatriotas, desde esta óptica, inicien el verdadero cambio. Aquél que trataré de proponer al final de este trabajo. Y espero sea de utilidad para hermanos de otras nacionalidades, tal vez para verse reflejados en el espejo de nuestros errores, tal vez para comprender mejor la tormentosa nube que se insinúa en sus horizontes.
Básicamente, lo que trato de expresar es que, histórica, social y psicológicamente, los argentinos somos acreedores de lo que nos está pasando. Porque esta “revolución” no vendrá a cambiar esencialmente nada de lo verdaderamente importante: cosmovisiones, filosofías de vida, ideologías. Sólo cambiará gobiernos. Y ni ahí.
Déjenmelo ponerlo de otro modo: esta vez los argentinos (más bien, la “clase media”, sobre la que volveré) estalló porque le tocaron los bolsillos. A esa enorme clase media (que de "media" hoy tiene el deseo, nada más, pauperizado por los ladrones de turno) que cacerola en mano salió a llenar las plazas con sus autos, sus familias, sus gritos reivindicadores, nunca la movilizó nada. En este país desaparecieron decenas de miles de compatriotas, y esa clase media miraba para otro lado murmurando "Y... algo habrán hecho...". Esa clase media que desde hace décadas veía el sufrimiento de los abuelos jubilados en largas colas frente a los bancos bajo el tórrido sol del verano, o los pequeños muriendo de frío, cubiertos de mugre a horas de la madrugada aguardando una pitanza de mendicidad a las puertas de restoranes y cafés, esa clase media que entonces miraba para otro lado comentando "Pero qué cosa, che... qué mal me hace ver esa gente..." y subían sin más a sus nuevos automóviles comprados en cuotas, aturdiéndose con los CDs de turno mientras partían raudos hacia el siguiente divertimento.
Y no sólo la clase media. Para la alta y la baja, también, le cabe el sayo: este ha sido siempre un país de fenicios, de mercenarios. Un país donde el único valor realmente importante en la vida de una enorme mayoría era el dinero. Soberbios, sintiéndonos los más "piolas" del mundo porque, claro, "Dios es argentino", con ínfulas de primermundistas pero mentalidad arrabalera. Hubo numerosas excepciones, claro. Pero ya se sabe: las excepciones confirman la regla. Por cada idealista del arte de gobernar al pueblo, por cada escritor, artista, científico con una propuesta altruista, se alzaba la mirada socarrona de centenares de miles de argentinos para quienes lo único que tenía sentido era lo que generaba dinero, el confort, la ostentación. Nos hicimos famosos en Miami (y otros miamis) en los ’70 porque todo nos parecía tan barato que el "déme dos" de cualquier inutilidad se convirtió en nuestro grito de guerra. Conculcamos a nuestros hijos la importancia de seguir carreras lucrativas en la Universidad, mientras nos lamentamos de tanta neurona (y dinero de los padres) gastado en carreras tan "inútiles" como dirección teatral, cinematografía o música. Damos rimbombantes discursos sobre nuestros científicos premiados en otras latitudes, pero en la conciencia de muchos todavía nos retumba el disparo que se llevó a Favaloro porque vivía en un país que no lo merecía.
Miro la televisión, hoy. Veo a un caballero con el rostro desencajado gritando frente a un micrófono que "¡Defenderemos con la vida si es necesario a..."
Hagamos una pausa.
¿Qué creen ustedes que dijo defender con la vida este señor?.
¿A sus hijos?.
¿El honor de su esposa?
¿La Patria?
¿Sus ideales?.
Volvamos al televisor...
“¡Defenderemos con la vida si es necesario a nuestros dólares!”
Juro que así fue. Juro también que no fue el único.
Cuando escucho a mis hermanos (de adentro y del resto del mundo) preguntarse azorados cómo fue posible que un país que a principios del siglo XX le disputaba la hegemonía occidental a los propios Estados Unidos, un país bendecido con todos los climas, todas las riquezas, todos los espacios, todas las aguas, un país –quizás por eso– sin duda envidiado por muchos, pudo caer tan en el desastre, evito una sonrisa irónica y la compulsión de murmurar "y agradezcan que duró tanto" y les sugiero revisar la historia argentina en busca de una de las tantas causas. En este caso, kármica. Si la Historia del país es una historia que desde su propio nacimiento sólo obedeció a intereses económicos, esta puede ser una de sus consecuencias.
¿Alguna vez se preguntaron por qué Argentina es el único país que tiene dos fechas de nacimiento? (Para quienes no son de estas tierras: nosotros festejamos tanto el Día de la Libertad, 25 de mayo, como el Día de la Independencia, 9 de julio. Todos los demás, hasta donde sé, festejan su 4 de julio, su 14 de julio, su 18 de junio... pero nosotros (¿será por aquello del “deme dos” ?) tenemos estas dos fechas. En la primera, 25 de mayo de 1810, los habitantes de la ciudad de Buenos Aires se reunieron frente al Cabildo para pedir la destitución del virrey Cisneros. Comenzaron entonces las batallas con las fuerzas españolas, que se extendieron a todo el continente hasta que definitivamente abandonaron sus deseos de reconquistar suelo americano tras la derrota en la batalla de Ayacucho, Perú, en 1819. Pero antes, el 9 de julio de 1816, congresales de todas las Provincias Unidas del Río de la Plata (que era como entonces se llamaba la Argentina) se reunieron en una hermosa y pequeña ciudad del norte del país, llamada San Miguel de Tucumán, para celebrar el nacimiento definitivo de una nueva nación.
Siempre me pregunté de chiquito, mientras con el guardapolvo escolar almidonado permanecía de pie, muy ordenadito en fila con mis condiscípulos durante las interminables y opiáceas fiestas patrióticas de mi infancia, por qué. Por qué dos fechas. Por qué, por ejemplo, mis honorables antepasados no decidieron la Independencia directamente en 1810 (¿o es que acaso, sabiendo por alguna providente clarividencia de la pasión de sus descendientes por los días feriados de asados y fútbol, buscaron la excusa de generar más días no laborables en el almanaque?), y decidieron eso seis años más tarde. Mucho después lo averigüé, y entendí lo que mis queridas, buenísimas y tan poco pensantes maestras nunca se habían preguntado.
La Revolución de Mayo tuvo orígenes oscuros, poco edificantes si queremos presentarlos de cara a la conmemoración de las generaciones venideras. En 1810 Napoleón había invadido España. El Rey huía al exilio, y el gobierno de ese país era un títere de los franceses. Una de las decisiones que estaban a punto de tomarse era devolver la Aduana del Puerto (una fuente de inmensos ingresos tributarios, a la sazón en Buenos Aires) a la entonces poderosa ciudad de Asunción, en lo que hoy es el Paraguay. Como la colonia que administraba la Aduana cobraba una sustanciosa participación por la administración de aquella, Buenos Aires estaba a punto de perder un negocio fabuloso. Otro tanto estaba por ocurrirle a los comerciantes porteños ("porteño": "del puerto") quienes por sus contubernios con los funcionarios no sólo tenían jugosos descuentos impositivos sino que conseguían que aquellos hicieran la vista gorda ante el contrabando (entrante y saliente). De hecho, de trasladarse la Aduana, la burguesía porteña iba a perder pingües ganancias. De manera que el movimiento de Mayo fue, no la "libertad del yugo colonial" como se nos quiso siempre hacer creer desde los manuales escolares, sino la expresión de la adhesión de esa burguesía a la corona española y su repudio a la administración napoleónica. Es decir, decidimos seguir siendo españoles "de la vieja guardia" porque no nos convenía la nueva. Tanto es así, que en la constitución de la Primera Junta (primer gobierno autónomo) durante unos días formó parte el mismísimo virrey Cisneros. Saavedra, presidente de la Junta, era un monárquico convencido, y sólo la pasión juvenil y arrolladora de Mariano Moreno permitió alentar esperanzas republicanas (acotación al margen: Moreno murió en extrañas circunstancias en alta mar durante un viaje a Europa poco después; hoy se sospecha envenenado). El general José de San Martín (arquetipo del héroe nacional) era entonces coronel del ejército español (tuvo, por ejemplo, una distinguidísima actuación en la batalla de Bailén) y arribó en 1812 al río de la Plata, siendo designado inmediatamente al frente de la naciente agrupación (de gesta gloriosa) Granaderos a Caballo. ¿No les resulta extraño que si Argentina realmente por aquel entonces quería independizarse de España acogiera entre sus filas y designara en una posición tan delicada a un oficial del mismo ejército español?. Ciertamente, en la escuela se nos contaba que "San Martín, enterado de los deseos de libertad de su tierra natal, abandonó todo para regresar..." y etcétera, pero, suponiendo que hubiera sido un hombre de tan grandes ideales, de cualquier manera la mínima precaución le habría obligado al gobierno argentino, cuanto menos, a darle una responsabilidad secundaria hasta tanto tener certeza de la transparencia de sus propósitos. Pero no. Recién bajado del barco, es puesto al frente de las improvisadas fuerzas defensoras de entonces. Él mismo escribe en esos tiempos ser un ferviente monárquico, y hay razones para sospechar que su gesta libertadora de tres países de entonces (Argentina, Chile y Perú, que incluirían obviamente a un cuarto aún no nacido, Bolivia) tenía también la intención de impedir la consolidación en tierra sudamericana de un poderoso imperio ajeno a España; hay constancia de que los ciudadanos chilenos y peruanos de entonces le pidieron integrarse a las Provincias Unidas del Río de la Plata (lo que hubiera consolidado territorialmente una nación gigantesca) a lo que San Martín se opuso fervientemente, en el caso de Perú, presionando para la rápida constitución de una asamblea gubernamental independentista. Sólo en años posteriores (posiblemente luego de la entrevista secreta con Bolívar en Guayaquil) y coincidentemente con su retiro de la gesta pública, abraza la causa ideológica de la autodeterminación de los pueblos americanos. Masón conocido –en Buenos Aires fundó la Logia "Lautaro", con ramificaciones en Chile bajo el control de Bernardo O’Higgins, casualmente, al frente de las tropas defensoras de ese país y gran amigo personal– como Bolívar, San Martín posiblemente haya recibido en esa ocasión expresas directivas de sus hermanos superiores que supo obedecer dócilmente y sobre las cuales, como corresponde a un iniciado, mantuvo un discreto silencio.
La cuestión es que mientras en 1810 la burguesía porteña se escandalizaba y rebelaba contra la administración napoleónica –las famosas "cintas" de color celeste que repartieran French y Berutti a los autoconvocados frente al Cabildo, nada tienen que ver con los que serían luego los colores emblemáticos nacionales, ni con el "celeste del cielo que añora libertad" (como reza la canción), sino que era el color distintivo de la casa reinante española– en los años que siguieron comenzó a crecer (especialmente en el resto del país) una conciencia autonomista; después de todo, no necesitábamos ningún imperio de ultramar para gobernarnos. Y recién entonces nació el deseo de independencia. Y realmente nació en el interior del país, porque Buenos Aires seguía siendo fuertemente castiza. Por eso, el congreso que declaró definitivamente la independencia se reunió en Tucumán y no en la ciudad portuaria. Porque fue en el "interior" donde se privilegió el ideal libertario. En Buenos Aires, sólo se seguía haciendo números.
Desde entonces, la guerra con el Brasil, unitarios contra federales y tantos otros conflictos en que nos vimos envueltos sólo fueron motivados por la ambición económica. Vean el caso de la Guerra de la Triple Alianza (Argentina, Brasil y Uruguay contra el Paraguay). La "Historia oficial" nos cuenta que estando el dictador del Paraguay, el Mariscal Francisco Solano López en guerra con el Brasil, solicita al gobierno argentino permiso para pasar con sus tropas por nuestra provincia de Corrientes para atacar al enemigo en su territorio. El gobierno nacional se opone y Solano López lo hace a la fuerza, lo que lleva a la Argentina a declararle la guerra, junto con Uruguay. Pero la realidad es otra.
“Llora, llora, urutaú,
en las ramas del yatay.
Ya no existe el Paraguay
Donde nací, como tú”.
Paraguay, pese a lo reducido de su territorio, era en ese entonces una floreciente y poderosa nación. López, un nacionalista, decidió no pagar los altos costos que el comercio con Inglaterra y Francia le significaban para la importación de productos, e impulsó la creación de industrias nacionales que reemplazaran a los mismos. Inglaterra, Francia y su aliado Brasil, entonces, le imponen un "boicot" total, para torcerle el brazo. Solano López y su heroico pueblo no claudican: cierran sus fronteras, se transforman en una "Cuba sudamericana" y deciden autoabastecerse totalmente. Brasil, entonces, invade para derrocar al "dictador". Argentina, en excelentes términos económicos entonces con esas potencias europeas (con las que además estaba comprometida dado que para ingresar sus productos a Paraguay debía hacerlo forzosamente por el Río de la Plata y de allí ascendiendo por el Paraná –junto a cuyas orillas estoy escribiendo estas líneas– pagando otra vez, impuestos aduaneros a... ¿adivinen quién?; sí, a Buenos Aires) necesitaba una excusa para entrar en guerra y arrastrar a Uruguay, a quien esta historia no le iba ni venía pero, asfixiada geográfica y comercialmente por los otros dos monstruos sudamericanos, estaba obligada. López –si observan un mapa de Argentina– no necesitaba atravesar Corrientes para atacar Brasil: tiene sus propias, dilatadas fronteras comunes con el país carioca y, en todo caso, la aún más norteña provincia argentina de Misiones –por otra parte, la más angosta de todas– le hubiera servido para sus propósitos sin tener que desplazar sus tropas tan al sur de su propio territorio. Y que quede claro: pocos porteños pagaron con su sangre esta guerra imperialista donde, del lado argentino, la peor parte la llevaron correntinos, entrerrianos, santafecinos, misioneros, formoseños y chaqueños... Mientras tanto, casi todo varón paraguayo mayor de 14 años fue exterminado, su economía destruida y sus gobiernos, desde entonces, una sucesión de ineptos corruptos. Ciento cincuenta años después, el valiente Paraguay aún no puede reponerse de la tragedia, del genocidio de la Triple Alianza.
Esa burguesía porteña fue la semilla de la tan remanida "clase media argentina". Una clase media hoy endiosada desde los noticieros, aparatos mediáticos, a fin de cuentas, diseñados con una estrategia. ¿Cuál?. La de convencer, hacia adentro y hacia fuera del país, que la realidad pasa por la economía pequeña, burguesa y capitalista de la clase media (¡Dios mío!. ¿Deberé volver a emplear el lenguaje que creía haber abandonado en los ’70?). Una prensa que se sostiene con aportes publicitarios empresariales, promociones de servicios y productos que la Argentina mayoritaria no consume: celulares, automóviles, tarjetas de crédito, vacaciones, Adidas, Armani, computadoras Compaq, servicios de banda ancha, bancos, financieras, discotecas de lujo... porque (y esto va especialmente para mis amigos extranjeros) despiértense: la Argentina real no es la de los promocionados cacerolazos, la de los depósitos acorralados, la de los sueldos cobrados con cuentagotas. Eso pasa, qué duda cabe, y sus víctimas tienen todo el derecho de reclamar y aún más. Pero, ¿cuántos argentinos tendrán sus dólares atrapados en bancos, o serán –tras haber logrado reunir todas las condiciones que el sistema exige, lo que me hace recordar una frase de Mark Twain: "un banquero es un señor que te presta el paraguas mientras brilla el sol y te lo pide de vuelta cuando llueve"– deudores de créditos hipotecarios? ¿Dos millones?. ¿Tres?. Es mucha gente, ciertamente, mucha gente con derecho a pelear con lo suyo y por lo suyo.
Pero ocurre que Argentina tiene treinta y seis millones de habitantes. Así que el diez por ciento está reflejado en los noticieros. ¿Y qué pasa con el resto?. ¿Disfrutan una utópica y paradisíaca condición?. No. Pasan hambre, y hambre en serio. Tienen trabajos insalubres pagados con “bonos” provinciales infusos que ni los propios contratistas de servicios de esas provincias aceptan. No pelean por retirar sus depósitos bancarios porque jamás pudieron ahorrar un peso en bancos, ni exigen “pesificar” su deuda en dólares ante las tarjetas de crédito porque apenas las han visto en las publicidades. Y no es sólo el “lumpen”, los marginados y desposeídos; la mayoría de los empleados públicos, empleados de comercio, obreros no calificados, miembros subalternos de las fuerzas de seguridad de todas las provincias, obreros rurales, tienen sueldos mensuales que oscilan entre U$S 100 y U$S 400. A ellos, generalmente con familias numerosas, no se les pueden vender computadoras, autos 0 km, vacaciones, vestimenta de marca...
Entonces, los medios de prensa, tan "libres y objetivos" ellos, siempre corporativistas, diseñan mediáticamente una realidad que no es la realidad. Muestran un pueblo cansado que golpea cacerolas pero apenas mencionan al pasar al otro 90 % del pueblo. Promulgan una "revolución" que es interpretada como tal en todo el mundo, pero que, como ya escribí, es apenas la reacción ante la esquila financiera de la pequeña burguesía (¿Recuerdan?. La misma que cuando desaparecía gente, morían niños en condiciones infrahumanas y perdíamos identidad cultural, simplemente se encogía de hombros y hacía "la suya").
Hice un experimento. Cierto día, reloj en mano, ante dos hechos a nivel nacional (por un lado, un nuevo "cacerolazo" frente a bancos en la "city" porteña, por otro, un grupo de desesperados hambrientos que simbólicamente se había hecho "crucificar" en protesta en una pobre provincia del norte) cronometré cuánto tiempo un noticiero muy conocido dedicaba a ambos temas. Al primero, veinticuatro minutos. Al otro... noventa segundos. Esa es la "realidad", la medida de las proporciones que nos venden.
Por eso, de alguna forma lo que nos pasa (a nosotros, los burgueses) es de nuestra propia responsabilidad. Porque nunca más cierto que los pueblos tienen los gobernantes que se merecen. Ah, pero claro, recuerdo ahora que el arquetipo argentino, además del "no te metás", incluye el "yo no fui". Resulta que ahora los corruptos son "los de arriba": políticos, jueces. Nosotros, santos inocentes.
Santos hipócritas, en realidad. Durante años observé a mis compatriotas peleando por alcanzar un subsidio con cualquier excusa, decretando "paros laborales" si fuera posible un viernes o lunes para tener corrido un fin de semana largo, atosigando las oficinas públicas con "puestos políticos" a los que muchos añoraban llegar, votando determinada plataforma política no porque el sano juicio nos decía que era la más sana sino porque "tengo un amigo que me prometió un puestito si ganan"... Y cuando uno, estúpido idealista seguramente, señalaba estas pequeñas corrupciones o las rechazaba, recibía la mirada sardónica de los conocidos (todos ellos, claro, argentinos muy "piolas") que espetaban algo así como "Y qué... si todos lo hacen. ¿O creés que vos vas a cambiar el mundo?".
Yo no tengo seguridad de cambiar el mundo. De lo que estoy seguro es que muchos que hoy están cacerola en mano se indignarán ante estas palabras mías, gritando "¡Yo no fui de esos!" y se rasgarán las vestiduras. Je.
Es cierto que hemos tenido gobernantes ineptos y corruptos, tanto los elegidos democráticamente como los impuestos por el autoritarismo militar. Es cierto que los "capitales buitre" del exterior han trabajado y trabajan en contra nuestra. Pero entiendo que todos ellos, sin menoscabo de su culpabilidad, son además instrumentos de un destino. El destino que el Karma le impone a la Argentina. Un destino que supimos conseguir tras casi doscientos años de Historia mercenaria. Y hoy, cuando debemos ser concientes de esta realidad, buena parte de esa pequeña burguesía elige el exilio.
Otra vez. No se elige el exilio por causas políticas, ideológicas. Cuando pensar era peligroso, el argentino medio lo aceptaba como un bien desvalorizado. Hoy, el exilio es económico. Disfrutamos la Argentina floreciente, de vacas gordas y campos donde la cosecha se tiraba en las acequias o se quemaba por exceso, disfrutamos la Argentina Potencia y el "deme dos", y ahora, cuando hay que poner el cuerpo y arremangarse para reconstruir una nación, decimos: "esto no tiene solución", hacemos las valijas y nos vamos. Y el último que salga que cierre la puerta y apague la luz.
Tal vez el problema es que nunca hemos sufrido en realidad. Desde el siglo XIX no tenemos realmente la barbarie de una guerra (Malvinas fue sólo atroz para los chicos que allí fueron y sus familias; para millones de argentinos, mientras tanto, todo esto era una fiesta). Países como Alemania, Japón, Inglaterra, Francia, Corea, China, España, supieron del sufrimiento verdadero y desde la nada o poco más se transformaron en naciones sólidas, con ciudadanos concientes y responsables.
Pero no estoy deseando (por favor) una guerra. Sólo señalar que el sufrimiento puede ser una escuela. Puede. Porque hay algo peor que sufrir; y es sufrir y no haber aprendido nada.
Así que digamos entonces que la Vía del Sufrimiento es una manera de cambiar las cosas. Pero como todo es yin-yang en la naturaleza, lo es su antítesis, la Vía del Amor.
La Vía del Amor comienza con el agradecimiento. Agradecer a Dios, la Conciencia Cósmica, la Naturaleza, quien sea, por la bendita tierra que nos ha tocado en suerte. El crisol de razas que nos formó. Y, como hijos agradecidos, tratar de devolver de alguna manera a nuestros padres todo lo que nos han dado. Pero no. Nos comportamos como hijos de "nuevos ricos", malcriados y desdeñosos del esfuerzo que la familia hizo durante décadas, dilapidando nuestra afortunada posición en juergas baratas. Deberíamos trabajar aún más que nuestros ancestros, agradecidos por poder hacerlo. Pensando colectivamente, agradecidos. Solidarios.
Esta Nueva Era –de la que me siento un ideólogo– señala terminar con los nacionalismos, los territorialismos. Por qué no. Pero, mientras tanto, amo mi terruño. Me parecería estúpido demostrarlo fusil en mano contra mis hermanos de otros países, y me repugna que el patrioterismo barato hable de "amor a la patria" mencionando batallas y generales, como me molesta que la mayoría de las calles de cualquier ciudad recuerden más militares que científicos o pedagogos. Pero quiero a la Argentina. Y siendo de clase media, y pudiendo irme, y con amigos en muchos países, me quedo.
Porque es cobarde (como vengo observando en los últimos días) escribir cartas lacrimógenas de despedida del país y enviarlas a diarios, canales de televisión o desparramarlas por Internet, mientras se hacen las valijas y se apronta el pasaporte. Hermano, si podés juntarte unos dólares para irte del país, no estás como los millones que no sueñan en irse porque apenas añoran poder comer todos los días. Pero te es más fácil llorar, ¿no?. Todos los argentinos tenemos alma de tango. Y el tango es eso: quejarse de todo. De la mujer que lo abandonó por otro, de la pobre mamá, la "viejita" que lava la ropa para ganar unas monedas mientras el cantor rasguea su guitarra tirado en su cama, "percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida"; "rencor, mi viejo rencor..."; "vuelvo vencido a la casita de mis viejos"; "volver, con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon mi sien...”.
Porque tengo hijos, y no puedo enseñarles el "ejemplo" de la huida. Porque como escribí en otra oportunidad, tal vez mañana tenga que mirarles a los ojos y explicarles por qué no triunfé, pero no tendría el valor de mirarles y decirles que no lo he intentado.
Y vaya si seremos fenicios... El "leit motiv" de todos los que se van es: ¿por qué no tengo derecho a progresar?. Y llaman "progresar" a dejar de trabajar de analistas de sistemas acá para ser taxistas en New York. Porque el "progreso", para este pueblo, por si no se dieron cuenta, no es otra cosa que el económico.
No lo hemos intentado todo. Insistamos en la Vía del Amor. Construyamos (¡por una vez!) pensando en el futuro, ése que no veremos pero que inexorablemente llegará. No nos llenemos la boca diciendo "hago esto por mis hijos y mis nietos" cuando no podemos sostener planes ni siquiera quinquenales de reconstrucción, lo que demuestra que en realidad estábamos pensando en nosotros mismos. Aceptemos que ningún gobierno de ningún signo arreglará esto, porque la fórmula de ir “de lo general a lo particular” ha demostrado ser históricamente negativa. Como argentinos, hemos estado siempre esperando que cambien "desde arriba" para cambiar abajo. Que empiecen "los otros". Siempre "los otros, primero". Por eso algunos trasnochados están diciendo hoy que "lo que necesitamos es que vuelvan los militares" o "lo que necesitamos es una guerra civil", porque siempre el dolor es "del otro", el hijo que muere es "del otro". Yo, argentino...
La Vía del Amor está llegando. Cambiar de lo particular a lo general. Comprender que si yo vivo de acuerdo a ideales, y tengo la suficiente Voluntad, mutaré a mi entorno. Y cada uno de los componentes de mi entorno tiene su propio entorno, al cual a su vez hará cambiar. Y cada uno de ellos tiene... así, hasta que la "masa crítica" de quienes sean esclarecidos provoque los cambios generales. Mientras tanto, luchemos sí, para ganar las batallas de todos los días, pero sabiendo distinguir lo "urgente" de lo "importante". Observemos a la gente que toma el dinero escaso de su propio bolsillo en la farmacia para ayudar a una anciana a comprar el medicamento para el cual no alcanza su desvalorizado ingreso, a la gente que aprovecha constructivamente el tiempo obligado que le impone su desocupación laboral y se encamina a un comedor comunitario a aportar lo más valioso que tiene, su esfuerzo. A las redes solidarias que crecen en todo el país. Esa gente es la iluminada. Esa gente es la esperanza. Ellos, aunque no lo sepan, son la Nueva Argentina.
Pero aún es David contra Goliat. Aún, minutos y minutos televisivos, centímetros y centímetros gráficos se dedican a cacerolazos burgueses y capitalistas, a bodas principescas, a entrevistar fosilizados políticos que no comprenden el mensaje, a mesiánicos líderes carapintadas. Los amantes de la Vía del Sufrimiento, hermanos de las sombras, lúgubremente nos auguran un cataclismo, ríos de sangre corriendo por las calles y el renacer, después, de una esperanza. No lo sé. Nada me garantiza que en las guerras (civiles o de las otras) mueran sólo los malos de la película. Generalmente, en verdad, los malos de la película desaparecen a tiempo. Los muchachitos buenos y las doncellas bonitas no saben de depósitos "off shore", acuerdos multinacionales, pasaportes falsos. Ni siquiera saben disparar bien un arma. Y si aprenden, el muchachito bueno ya no es tan bueno y la doncella ya no es doncella.
David contra Goliat. Intentar la Vía del Amor. Ahora miro a mi hijo más pequeño (que precisamente se llama David) casi a mis pies, concentrado en descifrar esos para él extraños signos sobre el papel. Tiene un libro de cuentos –los sé maravillosos– que trata de leer, de comprender. Y el que ahora comprende soy yo. La Vía del Amor es, también, hablar menos (cosa que nos encanta a los argentinos) y hacer más. David espera mi ayuda.
Preparate, Goliat.